No queridas, ni he abandonado el fic, ni me he muerto ni nada. Solo que tenia planeado publicar hace tiempo pero me pilló el toro y bueno...
Tenéis que darle las gracias a Nickinicki que me ha pasado todo el cap a ordenador O_O (si, sigo escribiendo a mano xD) Si lo hubiese tenido que hacer yo no hubiesen sido dos sino tres meses jajaja
En fin, os dejo ya. Que disfrutéis el cap. ¡Volvemos a la trama principal con Nathaniel y Castiel!
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Estaba completamente seguro de que todo volvería a ser como
antes; mi padre no iba a reconocer su error, de hecho, él ni siquiera lo
consideraba y yo, como digno hijo suyo, era igual de cabezota. Simplemente nos
ignoramos, pero eso llevábamos haciéndolo desde hace años.
Aún así me sorprendió la nueva “libertad” con la que contaba. Mis entradas y salidas ya
no eran controladas de la misma forma, aunque tampoco quise tentar a la suerte,
así que avisaba a mi madre de cualquiera de mis planes.
Ahora que lo pienso, de ella os he hablado más bien poco. No
os penséis que es un monstruo como mi padre. Es una persona fría y exigente,
pero dentro de lo que cabe, comprensiva. Lo único malo era que sus ojos a
menudo estaban disponibles solo para mi padre. De hecho, ella nunca ha
defendido a mi hermana en nada, he llegado a pensar incluso que nunca quiso
quedarse embarazada y si lo hizo, fue por su marido.
Pero al fin y al cabo era madre y eso no se lo podía quitar
nadie.
Y hablando de esa nueva libertad que tenía, era porque ahora
me encontraba en casa de Castiel “estudiando”. Seguramente os preguntaréis por
qué diablos he venido a preparar los exámenes a la casa de la persona más
irresponsable del planeta… Bien, pues en mi casa, ya que podía, quería estar lo
menos posible y en el instituto, en fin, últimamente Melody estaba más rara de
lo normal. Intentaba decirme algo pero se callaba y se iba para después acabar
volviendo un poco más tarde a hacer lo mismo.
Me ponía de los nervios.
Así que aquí estaba, con Cassie y Demonio espatarrados
encima de mí, y con un pelirrojo que no dejaba de mirarme pensando dios sabe
qué—de los libros no, eso seguro.
—Castiel… ¿podrías al menos abrir el libro y disimular un
poco? —aún me preguntaba cómo este ceporro estaba en la misma clase que yo.
—Prefiero disfrutar de las vistas—dijo con una pícara
sonrisa en su rostro. Oh, me mataba.
Puse los ojos en blanco, si no se ponía las pilas acabaría
suspendiendo y si lo hacía…
…nos separaríamos.
Siempre me había quejado de tenerlo en la misma clase, pero
ahora quería vigilarle las veinticuatro horas del día. Sabía que incluso si
conseguía que pasase de curso, tarde o temprano acabaríamos separándonos.
Además, ¿qué iba a hacer mi pelirrojo? ¿Seguiría estudiando? ¿Iría a la
universidad? Y aunque lo hiciese, no tenía ninguna seguridad de que
estuviésemos en la misma.
Tenía que intentar no pensar en ello, aún quedaba mucho
tiempo. En realidad, cinco meses escasos hasta el verano.
Me dejé caer sobre el sofá, no podía concentrarme, y sí,
estábamos estudiando en una mesa de té porque el señorito no tiene ni
escritorio y ya lo único que quedaba era la mesa del comedor, que si no fuese
porque la tenía llena de ropa para planchar, se podría usar.
Sí, la mesa entera, seguro que llevaba meses escaqueándose.
Sí, la mesa entera, seguro que llevaba meses escaqueándose.
—Castiel—dije mientras me acariciaba la frente—, quítate de
encima.
—No seas así, tenemos que desconectar—sus manos empezaban a
introducirse en mi camiseta cautelosamente al mismo tiempo que sus labios se
deslizaban por mi cuello, mordisqueando de vez en cuando a su antojo.
—¿Desconectar? Si ni siquiera has abierto el libro—le empujé
hasta conseguir que no estuviese totalmente sobre mí, optando además por
apartarme un poco—. Además, me duele la cabeza.
Comenzó a descojonarse, ¿qué diantres le pasaba?
—Nath, esa es la escusa que ponen las tías cuando no quieren
hacerlo—dijo intentando contener un poco la risa—. Venga ya, gatito, ¿no me
digas que no lo sabías?
—No, no lo sabía. Déjame en paz—dedicándole una mirada de desprecio absoluta, giré sobre mí mismo y le di la espalda. Qué ganas tenía de darle una buena patada en los huevos y dejarlo fuera de combate un mes. Bueno, un mes no, unos días.
—¿Nunca te lo dijo tu ex? ¿O es que nunca llegasteis a tanto? —me giré rápidamente, cabreado. No estaba muy seguro de porqué, pero aquello me había molestado. ¿Por qué me recordaba eso? ¿Acaso le echaba yo en cara sus antiguas relaciones?
—No, no lo sabía. Déjame en paz—dedicándole una mirada de desprecio absoluta, giré sobre mí mismo y le di la espalda. Qué ganas tenía de darle una buena patada en los huevos y dejarlo fuera de combate un mes. Bueno, un mes no, unos días.
—¿Nunca te lo dijo tu ex? ¿O es que nunca llegasteis a tanto? —me giré rápidamente, cabreado. No estaba muy seguro de porqué, pero aquello me había molestado. ¿Por qué me recordaba eso? ¿Acaso le echaba yo en cara sus antiguas relaciones?
Respiré hondo tratando de contenerme, pero pese a que me
esperaba una cara sarcástica o algún gesto de broma, Castiel estaba bastante
serio. Demasiado. ¿Estaría celoso de mi pasado? Me fijé detenidamente en su
rostro, que estaba extrañamente tenso. “Este es tonto” pensé.
—No, y lo sabes—hice una pausa. Aquello para mi orgullo era
una puñalada bastante profunda—. No fuimos más allá de cogernos de las
manos—dije con un tono desinteresado y con desgana.
Era pequeño—bueno, no, pero…—, y ella, sí, ella, mi primera
pareja. Aún no sé porqué lo hice, ni siquiera me gustaba. Supongo que fue por
mi cobardía al no ser capaz de rechazarla. Al final ella misma se dio cuenta y
me dejó.
—Entonces yo fui el primero en probarte—satisfecho con lo
que le había aclarado, su “buen” humor volvió para atacarme con su insaciable
apetito. Siempre trataba de devorarme quisiera yo o no. Más bien, lo admitiese
o no.
—Aquí…—susurró justo antes de que sus labios rozasen los míos, sin besarlos. Tan solo los posó sobre ellos y fue bajando lentamente por mi cuello—aquí—cuando llegó a él—, y aquí—di un respingo cuando su pierna se introdujo entre las mías—y aquí.
—Aquí…—susurró justo antes de que sus labios rozasen los míos, sin besarlos. Tan solo los posó sobre ellos y fue bajando lentamente por mi cuello—aquí—cuando llegó a él—, y aquí—di un respingo cuando su pierna se introdujo entre las mías—y aquí.
Abrí los ojos como platos. Sus manos se habían empezado a
colar en mis pantalones por la retaguardia. “Peligro, exámenes, estudiar,
cansancio”. Esas palabras atravesaron mi mente a velocidad supersónica una y
otra vez.
“Ah no, ni hablar, hoy no”. Al día siguiente tenía un examen
de inglés, que no era gran cosa, pero si continuaba… Primero, no iba a repasar
nada, y segundo, no sólo no iba a dormir, si no que no sería capaz de
concentrarme cuando a las X de la mañana me plantaran un folio por delante para
que escribiese una redacción en otra lengua.
Sin dejarle que siguiera, lo empujé a un lado haciéndole
caer al suelo. Aprovechando su aturdimiento, recuperé mis libros y salí
corriendo a la puerta.
—¡Nath! —gritó aún desde el suelo. Me quedé en el marco de
la puerta por si necesitaba huir en cualquier momento—. No te quedes a solas
con la tipa esa—dijo con todo de advertencia. Me dejó trastornado. Pensaba que
se iba a enfadar, ¿por qué diantres me hablaba de Melody? —. ¡Ah! —volvió a
llamar mi atención y me señaló al perchero, ahora más animado—. No te olvides
el bolso.
—¡Es una BANDOLERA! —grité desenganchándola y portándola con total dignidad mientras salía.
—¡Es una BANDOLERA! —grité desenganchándola y portándola con total dignidad mientras salía.
Di un fuerte
portazo mientras me mordía los labios, juro que no era un bolso, ¿nadie sabía
lo que era una bandolera o qué?
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Cuando llegué a casa me arrepentí por completo de no haberme
quedado con el maldito pelirrojo pervertido. Mi madre me estaba esperando en el
salón. Su frialdad natural parecía haber congelado el ambiente de la sala. Al
entrar me miró de reojo y me indicó que tomase asiento.
—Nathaniel—dijo con voz sosegada
pero sin emotividad alguna. Su desgana me sentaba como una cuchillada en el
pecho—. Soy consciente de que tu padre no siempre actúa de la forma más
adecuada, pero lo hace todo por tu bien.
Aquello era difícil de creer,
incluso para ella. Mi madre estaba sumida en su burbuja; veía el mundo
distorsionado a través de ésta, pero algún día tendría que salir.
—Lo que quiero decir—continuó
sin brillo alguno en la mirada—es que sigues teniendo responsabilidades, y a mí
con que las cumplas me es suficiente, pero tu padre no se conforma nunca,
siempre querrá más de ti. Incluso cuando es imposible—su tono inerte me dejaba
perplejo. No sabía muy bien si trataba de animarme o no. Su larga melena rubia
caía con perfectas ondulaciones sobre su hombro mientras sus ojos divagaban por
mi cuerpo sin fijarse en ningún punto en concreto.
De improvisto, se levantó y se
situó frente a mí como si se tratase de una sombra efímera. Parecía una flor a
punto de marchitarse, aunque nunca lo hacía. Sentí como se me hacía un nudo en
la garganta al intentar tragar saliva. Mis manos empezaron a temblar
ligeramente. Era la primera vez que mi madre se acercaba tanto a mí,
prácticamente desde que era pequeño.
Se arrodilló ante mí y posó sus
manos sobre las mías tranquilizándolas.
—Perdónale. Nadie nos dijo como
ser buenos padres—no podía seguir mirándola. Me sentía como si me acabasen de
atravesar el corazón el corazón con una estaca. Las lágrimas brotaban de mis
ojos pese a mis intentos por detenerlas. Me había derrumbado.
Pero no se trataba de ser buen o
mal padre. Se trataba de demostrar que mi existencia, por indeseable que fuese,
tenía un mínimo de importancia en sus vidas.
¿Tan difícil era? Solo quería un
gesto, un beso de buenas noches, un “ten cuidado” antes de salir. Un “estaba
preocupado” o siquiera una llamada.
Ella extendió sus finos dedos
hasta mi rostro y lo sostuvo suavemente, haciendo que la mirase directamente a
sus hermosos ojos verdes que, ahora, por fin, brillaban intensamente. Parecía
que la vida había vuelto a ellos.
—Tus ojos… son como los de tu
padre—dijo con una dulce sonrisa. Claro, ¿qué otra cosa podría gustarle de mí
si no era lo que le recordaba a mi padre?
Seguí llorando desconsoladamente consciente de que solo
era un reflejo de lo que fuera su marido en su juventud. Tan solo me faltaba el
cabello para haber sido como él. Mi
padre parecía uno de esos antiguos aristócratas británicos envueltos en una impenetrable
coraza de hielo. Su cabello era avellana, sus ojos como la miel. Y yo era su
sombra, una burda copia.
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Para variar, y como ocurría
todos los días que no dormía con él, no pude pegar ojo. Sentí toda la noche el
contacto de su piel helada que me paralizaba el cuerpo.
Por la mañana me aseguré de
salir lo suficientemente temprano como para no encontrarme con nadie, ni
siquiera en el instituto. Me tomé por lo menos tres cafés cargados para
mantenerme despierto.
Justo antes de sentarme en mi
pupitre, una larga melena negra (marrón-negra como me obliga a decir ella) se acercó a mí con
una energía inusual.
—Hola Nath—perfecto, se me
acababa de quedar el diminutivo. Maldito pelirrojo. Nacu siempre era de esas
personas que intentaba llamar por el nombre, pero si algún día te llamaba por
un mote, ya no había vuelta atrás. Era oficial.
—Buenos días, Nacu. ¿Te puedo
ayudar en algo? —pregunté sin ánimo alguno. Ella parpadeó un par de veces y se
le borró la sonrisa de la cara. Que miedo daba la cabrona cuando hacía eso.
—Nath, que estamos en la clase, no en la sala de delegados. ¡Despierta! —y dándome una “palmadita” en la frente que casi me tira (vale, no me había dado fuerte, pero no tenía el cuerpo para nada similar) de no ser por el albino de ojos bicolores que me agarró antes de caerme—. Gracias… Lysandro.
—Nath, que estamos en la clase, no en la sala de delegados. ¡Despierta! —y dándome una “palmadita” en la frente que casi me tira (vale, no me había dado fuerte, pero no tenía el cuerpo para nada similar) de no ser por el albino de ojos bicolores que me agarró antes de caerme—. Gracias… Lysandro.
El albino me dedicó una afable
sonrisa y me levantó con una facilidad casi insultante. Por supuesto, Nacu se
estaba descojonando junto a Sunset, que había llegado en el momento justo para
reírse de mí. Ya era una costumbre.
Ignorándolas, o al menos
intentándolo, me dirigí a mi asiento y
saqué los libros. Ahora tocaba clases con el profesor Farrés, no es que no me
gustase, solo que historia no era la mejor asignatura para tener un lunes a primera
hora y menos, si iba seguido de filosofía.
Nada más empezar llegó Castiel
con el pelo todo desordenado y la ropa toda arrugada, aún tenía las marcas de
las sábanas en la cara. Pasando por completo del hecho de que la clase ya había
empezado, entró en clase. He de mencionar que su pupitre estaba por una
endemoniada casualidad justo al lado del mío. Eso significaba que lo tenía
observándome durante seis horas seguidas diariamente. Además descaradamente,
que era lo mejor.
Cuando llegamos a la revolución
Napoleónica otra vez (no sé cuantas veces íbamos a dar lo mismo), algo pasó a
milímetros de mi cara distrayéndome por completo. Era una diminuta bolita de
papel procedente de mi derecha que, por supuesto, iba llena de babas.
Castiel había decidido volver a la primaria y jugar con una cerbatana hecha con el único bolígrafo que tenía—que puede que ni fuera suyo.
Castiel había decidido volver a la primaria y jugar con una cerbatana hecha con el único bolígrafo que tenía—que puede que ni fuera suyo.
Intenté evitar cuantas pude,
pero la mayoría acababan en mi cara, pegándose a ella como si fuesen babosas. ¡Joder,
que asco! Y no paraba, él seguía, como
si nada.
Me cansé, así que si quería
jugar, íbamos a jugar. Desmenucé mi bolígrafo torpemente y me dispuse a
devolver el ataque. Me tragué la bolita, llegando al borde del ahogamiento.
Empecé a toser roncamente, se me
había ido por mal camino.
Preocupado por mi repentino
ataque de tos, el profesor Farrés se acercó a mí para preguntarme como estaba.
Claro que decir "bien" cuando uno se está medio atragantando no da
mucha confianza, así que como gesto de buena voluntad me dijo que me fuese a
beber algo y a que me diese un poco el aire. ¡Ah! Pero no todo podía ser
perfecto, no. El pelirrojo, tremendamente "preocupado" se ofreció a
acompañarme alegando que me podía pasar algo y que así de camino aprovechaba
para ir él al baño.
Antes de abandonar la clase
hacia mi perdición, dediqué una última mirada a mis compañeros. Nacu y Sunset
habían seguido nuestro ejemplo y se habían puesto a lanzar bolitas al pelo de
mi hermana sin que ésta se diera cuenta. Lysandre, como otro cincuenta por
ciento de la clase, estaba medio dormido, con la única diferencia de que tenía
los ojos abiertos. Me sentí fatal cuando descubrí que todas las bolitas que
había esquivado habían acabado sobre él, solo que aún no lo sabía.
Otras compañeras como Iris, Kim
o Violeta habían caído por completo en el séptimo sueño, mientras que Melody me observaba confusa
desde su asiento.
~
Y hablando de situaciones
incómodas; ahí estaba yo. Sentado en la sala de delegados con un vaso de agua
entre mis manos y con Castiel apoyado en la mesa sin apartar sus ojos de mí,
—Ya puedes volver a clase—le
dije, pero a sabiendas de que era una completa gilipollez y que, por supuesto,
no me iba a hacer caso. Él arqueó una ceja y negó con la cabeza mientras se
mordía el labio para contener la risa.
—Para lo que queda ya, nos
quedamos aquí—me sorprendió bastante ese uso del plural que había hecho. La
situación no estaba muy a mi favor. Imaginaros, los dos solos, en la sala de
delegados, donde casi nadie entra y además, estando todo el mundo en clase.
—Haz lo que quieras, yo me
vuelvo a clases—tiré el vaso a una pequeña papelerita metálica de rejillas que
estaba justo al lado del famoso armario de las avalanchas y me dispuse a abrir
la puerta. Ni siquiera le miré, de hecho, le había evitado todo el camino, y
quizás por eso acabé contra la pared y con sus manos reteniendo las mías sin
dejarlas escapar. En cierto modo no lo había buscado, estaba pagando con él
toda la frustración que tenía retenida. Parecía como si hubiésemos vuelto al
pasado, cuando no sentíamos nada el uno por el otro. Siempre me había
preguntado en qué momento aquella retorcida cabeza teñida se había empezado a
fijar en mí de "otro modo", y lo más importante, qué era lo que le
gustaba.
—¿Qué coño te pasa? —me preguntó
irritado, pero pese a su enfado, no estaba intentando hacerme daño. Me sujetaba
con fuerza pero con cuidado de no excederse.
—No lo sé—dije con la mirada
clavada en el suelo. De mi cuello colgaba ese vasto anillo que me había
regalado por San Valentín. Su brillo atacaba mis ojos castigándome por haberlo
mantenido oculto bajo mi camisa todo el día. Y por algún extraño motivo, o
algún error en mi cabeza, empecé a reírme.
—¿Y ahora qué ocurre? Nath, ¿qué
le has echado al café? —preguntó con sarcasmo mientras liberaba mis manos.
—Es solo que... joder, todo esto
es tan surrealista—sacudí la cabeza riéndome inconscientemente.
—Cuatro meses, bueno, más
incluso. ¿Y aún no has asimilado las cosas? ¿Tanto te molesta estar conmigo? —preguntó
alzando una ceja.
—¡No! —grité de repente,
dejándole perplejo. Hasta yo me sorprendí de lo rápido que había contestado.
Creo que por unos instantes su
rostro se puso incluso más rojo que el mío. Parecía un tomate. Era raro verlo
avergonzado por algo, una pena, la verdad, porque estaba horrorosamente mono.
Entonces me di cuenta de que era
el momento de cambiar. Castiel siempre me repetía "si quieres hacer algo,
simplemente, hazlo". Tal era mi miedo a las posibles consecuencias de mis
actos que jamás hacía nada de lo que me gustaba. Había eliminado mis impulsos,
y a decir verdad, una vida así no es soportable.
Yo no había sido siempre así.
Hubo un tiempo en que hacía todo lo que quería, todo lo que deseaba y sin
siquiera pensarlo. No es que quisiera volver a ser de ese modo, pero un término
medio... No estaría del todo mal, ¿no?
Lo primero era lo primero.
Mi pelirrojo estaba distraído
cuando le arrinconé, YO—sí, sorprendentemente, esta vez fue un servidor—contra
la pared y lo besé apasionadamente. Dejé caer mi cuerpo por completo sobre el
suyo. Mi corazón latía frenéticamente, era esa sensación que se tiene cuando
haces algo obedeciendo a un impulso, algo que, ¡Dios! ¡Sentaba de maravilla!
Pero Castiel no es alguien a quien le guste estar acorralado, de hecho, siempre quiere ser el
que "domina", o creérselo al menos. Me agarró por la cintura y giró
hasta situarse sobre mí, dejando mi espalda contra la puerta. Continuamos
aquello. Estando en la escuela era una locura, lo sabía y aún así solo pude
agarrarme a su cuello para no dejarle marchar.
Estábamos más alterados de lo
normal. Aquella situación era, ¿cómo decirlo? ¿Excitante?
Cada gesto, cada acto que realizábamos estaba cargado de una lascivia incontrolable. Nuestras extremidades se entrelazaban ansiosamente, el sudor ahogaba nuestra piel, el calor se extendía por nuestros cuerpos... La ropa nos sobraba, nos sobraba todo. Solo consumidos por el "nosotros", sin ningún complemento más.
Cada gesto, cada acto que realizábamos estaba cargado de una lascivia incontrolable. Nuestras extremidades se entrelazaban ansiosamente, el sudor ahogaba nuestra piel, el calor se extendía por nuestros cuerpos... La ropa nos sobraba, nos sobraba todo. Solo consumidos por el "nosotros", sin ningún complemento más.
No podía pensar en nada. Los
sentidos habían tomado el control de mi ser.
Mis dedos divagaron bajo su
camiseta, provocándole poco a poco. Bajé hasta sus pantalones y, quitando el
botón, me introduje en ellos. Un ligero temblor recorrió mi mano. Aquello era,
en muchos aspectos, imposible para mí.
Ante mi pausa, el pelirrojo
entrelazó sus dedos entre los míos y en un acto de descaro, los presionaron contra
su entrepierna. Un fugaz espasmo se apoderó de mi cuerpo al sentir su duro
miembro en mi mano, pero aún
peor fue para él. Su respiración se había acelerado, notaba sus roncos jadeos
en mi oído, eran ansiosos y desesperados.
—No te detengas, ibas muy bien—su
voz penetraba en mi mente como si fuese una orden. Se apoderaba de mí con una
habilidad inhumana y sumamente peligrosa.
Me fijé en sus ojos, en sus
centelleantes y feroces ojos, los cuales parecían los de un majestuoso lobo en
mitad de la noche. Por eso y más, mis dedos seguían temblando ligeramente bajo
sus pantalones. Mi tranquilidad no hacía más que desesperarle, pero yo no
pensaba ir más rápido. Cada centímetro que avanzaba por su ropa interior me
llenaba de arrepentimiento, haciéndome detenerme para, dos segundos más tarde,
continuar.
Estaba tan duro que apenas me lo
podía creer, ni siquiera sintiendo su miembro en mi mano. Cuando lo acaricié
suavemente, enloqueciéndole, cuando mis dedos se impregnaron poco a poco de su
creciente humedad.
Castiel se separó un poco de mí,
lo suficiente para dejar un mínimo espacio pera que no dejase de tocarle.
Mientras yo estaba ocupado tratando de no perder el juicio, él se las apañó
para abrir mi camisa por completo y deshacerse de mi cinturón.
Por desgracia, lo malo que
tenían los pantalones que por dichosa casualidad llevaba ese día, era que en
cuanto desabrochó el botón y bajó la cremallera, estos se escurrieron por mis
piernas hasta tocar el suelo, aterrizando sobre mis pies. Eran todo lo
contrario a los suyos que, al ser de cuero, se pegaban a su cuerpo destacando
cada detalle de su anatomía.
Aquella situación se volvía cada
vez más sofocante, podía escuchar los jadeos roncos de mi pelirrojo que ataban
mi cuerpo a una especie de dimensión donde solo se encontraba él.
Sus dedos tanteaban sobre mi
ropa interior sin llegar a nada. La tela se estiraba por la presión de mi
rígido miembro, que palpitaba por sus sugerentes caricias.
Apenas podía soportarlo, no veía
lo que hacía, estaba perdido en mi propia excitación mientras mis manos vagaban
solas, hasta que, cuando la pierna derecha de mi pelirrojo se adelantó entre
las mías, suave pero decisiva, presionando
mis partes.
Me revolví sumido en la más
profunda agonía, su tacto parecía quemar mi piel, mi sangre ardía en mi
interior. Contoneé mis caderas grácilmente contra su pierna mientras él, con
una sensual y atrevida sonrisa observaba todos y cada uno de mis desenfrenados
impulsos. Me estaba poniendo a prueba, quería saber hasta dónde podía llegar y
yo no podía resistirme. Era mi castigo por empezar el juego.
Derrotado, dejé mi espalda
apoyada contra la pared, ahora en una postura más relajada, y con la única mano
que me quedaba libre, empecé a tocarme.
No sé en qué jodido momento se
me ocurrió hacer aquello, era algo tan bochornoso. Aún le tenía pegado a mí,
seguía sintiendo su piel contra la mía. Mi mano se introdujo lentamente en mi
ropa interior, haciéndola bajar ligeramente.
Mi erguido y húmedo miembro
quedó expuesto entre nosotros. Mis dedos se deslizaron sobre él, dudosos de
tocarlo o no, como si se tratase de una frágil pieza de joyería, como si no
fuese del mismo cuerpo.
Pero mi erección palpitaba cada
vez más ansiosa, ya había esperado suficiente. Lo tomé decididamente con mi
mano y empecé a agitarlo a golpe de muñeca. Torpemente me deslizaba de arriba a
abajo, incapaz de centrarme plenamente en ello.
Aún tenía el miembro de mi novio
en la otra mano. Me movía con un compás quebrado y sin concordancia, intenso y
efusivo, pero sin armonía.
Castiel cerró los ojos dejando
escapar numerosos gemidos acalorados. Su rostro enrojecido por la excitación me
hacía querer devorarlo aún más. Con mis labios besé dulcemente su barbilla,
subiendo poco a poco hasta reclamar su boca. Podía sentir su aliento en mi
garganta, su esencia volvía a estar dentro de mí. Todo era perfecto, el mundo
se había resumido a nosotros. O al menos, eso era lo que creíamos.
—Nathaniel, ¿estás ahí? Quería
saber cómo estabas—la voz de Melody resultó ser una gran avalancha de nieve que
derrumbó mi libido. El abrasante calor que nos embargaba fue reemplazado por un
gélido vacío en el pecho, acompañado del más intenso horror.
Mi mundo iba a acabarse, pero
para siempre.