sábado, 13 de abril de 2013

Capítulo 17 ~ Sin pensar ~

Bueno.... después de desaparecer hummm ¿dos meses? Sí, xD dos meses. ¡He vuelto!
No queridas, ni he abandonado el fic, ni me he muerto ni nada. Solo que tenia planeado publicar hace tiempo pero me pilló el toro y bueno...

Tenéis que darle las gracias a Nickinicki que me ha pasado todo el cap a ordenador O_O (si, sigo escribiendo a mano xD) Si lo hubiese tenido que hacer yo no hubiesen sido dos sino tres meses jajaja

En fin, os dejo ya. Que disfrutéis el cap. ¡Volvemos a la trama principal con Nathaniel y Castiel!

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Estaba completamente seguro de que todo volvería a ser como antes; mi padre no iba a reconocer su error, de hecho, él ni siquiera lo consideraba y yo, como digno hijo suyo, era igual de cabezota. Simplemente nos ignoramos, pero eso llevábamos haciéndolo desde hace años.
Aún así me sorprendió la nueva “libertad”  con la que contaba. Mis entradas y salidas ya no eran controladas de la misma forma, aunque tampoco quise tentar a la suerte, así que avisaba a mi madre de cualquiera de mis planes.

Ahora que lo pienso, de ella os he hablado más bien poco. No os penséis que es un monstruo como mi padre. Es una persona fría y exigente, pero dentro de lo que cabe, comprensiva. Lo único malo era que sus ojos a menudo estaban disponibles solo para mi padre. De hecho, ella nunca ha defendido a mi hermana en nada, he llegado a pensar incluso que nunca quiso quedarse embarazada y si lo hizo, fue por su marido.
Pero al fin y al cabo era madre y eso no se lo podía quitar nadie.

Y hablando de esa nueva libertad que tenía, era porque ahora me encontraba en casa de Castiel “estudiando”. Seguramente os preguntaréis por qué diablos he venido a preparar los exámenes a la casa de la persona más irresponsable del planeta… Bien, pues en mi casa, ya que podía, quería estar lo menos posible y en el instituto, en fin, últimamente Melody estaba más rara de lo normal. Intentaba decirme algo pero se callaba y se iba para después acabar volviendo un poco más tarde a hacer lo mismo.

Me ponía de los nervios.

Así que aquí estaba, con Cassie y Demonio espatarrados encima de mí, y con un pelirrojo que no dejaba de mirarme pensando dios sabe qué—de los libros no, eso seguro.

—Castiel… ¿podrías al menos abrir el libro y disimular un poco? —aún me preguntaba cómo este ceporro estaba en la misma clase que yo.
—Prefiero disfrutar de las vistas—dijo con una pícara sonrisa en su rostro. Oh, me mataba.
Puse los ojos en blanco, si no se ponía las pilas acabaría suspendiendo y si lo hacía…
…nos separaríamos.

Siempre me había quejado de tenerlo en la misma clase, pero ahora quería vigilarle las veinticuatro horas del día. Sabía que incluso si conseguía que pasase de curso, tarde o temprano acabaríamos separándonos. Además, ¿qué iba a hacer mi pelirrojo? ¿Seguiría estudiando? ¿Iría a la universidad? Y aunque lo hiciese, no tenía ninguna seguridad de que estuviésemos en la misma.
Tenía que intentar no pensar en ello, aún quedaba mucho tiempo. En realidad, cinco meses escasos hasta el verano.

Me dejé caer sobre el sofá, no podía concentrarme, y sí, estábamos estudiando en una mesa de té porque el señorito no tiene ni escritorio y ya lo único que quedaba era la mesa del comedor, que si no fuese porque la tenía llena de ropa para planchar, se podría usar.
Sí, la mesa entera, seguro que llevaba meses escaqueándose.

—Castiel—dije mientras me acariciaba la frente—, quítate de encima.
—No seas así, tenemos que desconectar—sus manos empezaban a introducirse en mi camiseta cautelosamente al mismo tiempo que sus labios se deslizaban por mi cuello, mordisqueando de vez en cuando a su antojo.
—¿Desconectar? Si ni siquiera has abierto el libro—le empujé hasta conseguir que no estuviese totalmente sobre mí, optando además por apartarme un poco—. Además, me duele la cabeza.
Comenzó a descojonarse, ¿qué diantres le pasaba?

—Nath, esa es la escusa que ponen las tías cuando no quieren hacerlo—dijo intentando contener un poco la risa—. Venga ya, gatito, ¿no me digas que no lo sabías?
—No, no lo sabía. Déjame en paz—dedicándole una mirada de desprecio absoluta, giré sobre mí mismo y le di la espalda. Qué ganas tenía de darle una buena patada en los huevos y dejarlo fuera de combate un mes. Bueno, un mes no, unos días.
—¿Nunca te lo dijo tu ex? ¿O es que nunca llegasteis a tanto? —me giré rápidamente, cabreado. No estaba muy seguro de porqué, pero aquello me había molestado. ¿Por qué me recordaba eso? ¿Acaso le echaba yo en cara sus antiguas relaciones?

Respiré hondo tratando de contenerme, pero pese a que me esperaba una cara sarcástica o algún gesto de broma, Castiel estaba bastante serio. Demasiado. ¿Estaría celoso de mi pasado? Me fijé detenidamente en su rostro, que estaba extrañamente tenso. “Este es tonto” pensé.

—No, y lo sabes—hice una pausa. Aquello para mi orgullo era una puñalada bastante profunda—. No fuimos más allá de cogernos de las manos—dije con un tono desinteresado y con desgana.
Era pequeño—bueno, no, pero…—, y ella, sí, ella, mi primera pareja. Aún no sé porqué lo hice, ni siquiera me gustaba. Supongo que fue por mi cobardía al no ser capaz de rechazarla. Al final ella misma se dio cuenta y me dejó.

—Entonces yo fui el primero en probarte—satisfecho con lo que le había aclarado, su “buen” humor volvió para atacarme con su insaciable apetito. Siempre trataba de devorarme quisiera yo o no. Más bien, lo admitiese o no.
—Aquí…—susurró justo antes de que sus labios rozasen los míos, sin besarlos. Tan solo los posó sobre ellos y fue bajando lentamente por mi cuello—aquí—cuando llegó a él—, y aquí—di un respingo cuando su pierna se introdujo entre las mías—y aquí.

Abrí los ojos como platos. Sus manos se habían empezado a colar en mis pantalones por la retaguardia. “Peligro, exámenes, estudiar, cansancio”. Esas palabras atravesaron mi mente a velocidad supersónica una y otra vez.
“Ah no, ni hablar, hoy no”. Al día siguiente tenía un examen de inglés, que no era gran cosa, pero si continuaba… Primero, no iba a repasar nada, y segundo, no sólo no iba a dormir, si no que no sería capaz de concentrarme cuando a las X de la mañana me plantaran un folio por delante para que escribiese una redacción en otra lengua.
Sin dejarle que siguiera, lo empujé a un lado haciéndole caer al suelo. Aprovechando su aturdimiento, recuperé mis libros y salí corriendo a la puerta.

—¡Nath! —gritó aún desde el suelo. Me quedé en el marco de la puerta por si necesitaba huir en cualquier momento—. No te quedes a solas con la tipa esa—dijo con todo de advertencia. Me dejó trastornado. Pensaba que se iba a enfadar, ¿por qué diantres me hablaba de Melody? —. ¡Ah! —volvió a llamar mi atención y me señaló al perchero, ahora más animado—. No te olvides el bolso.
—¡Es una BANDOLERA! —grité desenganchándola y portándola con total dignidad mientras salía.
Di un fuerte portazo mientras me mordía los labios, juro que no era un bolso, ¿nadie sabía lo que era una bandolera o qué?

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Cuando llegué a casa me arrepentí por completo de no haberme quedado con el maldito pelirrojo pervertido. Mi madre me estaba esperando en el salón. Su frialdad natural parecía haber congelado el ambiente de la sala. Al entrar me miró de reojo y me indicó que tomase asiento.

—Nathaniel—dijo con voz sosegada pero sin emotividad alguna. Su desgana me sentaba como una cuchillada en el pecho—. Soy consciente de que tu padre no siempre actúa de la forma más adecuada, pero lo hace todo por tu bien.
Aquello era difícil de creer, incluso para ella. Mi madre estaba sumida en su burbuja; veía el mundo distorsionado a través de ésta, pero algún día tendría que salir.

—Lo que quiero decir—continuó sin brillo alguno en la mirada—es que sigues teniendo responsabilidades, y a mí con que las cumplas me es suficiente, pero tu padre no se conforma nunca, siempre querrá más de ti. Incluso cuando es imposible—su tono inerte me dejaba perplejo. No sabía muy bien si trataba de animarme o no. Su larga melena rubia caía con perfectas ondulaciones sobre su hombro mientras sus ojos divagaban por mi cuerpo sin fijarse en ningún punto en concreto.
De improvisto, se levantó y se situó frente a mí como si se tratase de una sombra efímera. Parecía una flor a punto de marchitarse, aunque nunca lo hacía. Sentí como se me hacía un nudo en la garganta al intentar tragar saliva. Mis manos empezaron a temblar ligeramente. Era la primera vez que mi madre se acercaba tanto a mí, prácticamente desde que era pequeño.
Se arrodilló ante mí y posó sus manos sobre las mías tranquilizándolas.

—Perdónale. Nadie nos dijo como ser buenos padres—no podía seguir mirándola. Me sentía como si me acabasen de atravesar el corazón el corazón con una estaca. Las lágrimas brotaban de mis ojos pese a mis intentos por detenerlas. Me había derrumbado.
Pero no se trataba de ser buen o mal padre. Se trataba de demostrar que mi existencia, por indeseable que fuese, tenía un mínimo de importancia en sus vidas.
¿Tan difícil era? Solo quería un gesto, un beso de buenas noches, un “ten cuidado” antes de salir. Un “estaba preocupado” o siquiera una llamada.
Ella extendió sus finos dedos hasta mi rostro y lo sostuvo suavemente, haciendo que la mirase directamente a sus hermosos ojos verdes que, ahora, por fin, brillaban intensamente. Parecía que la vida había vuelto a ellos.

—Tus ojos… son como los de tu padre—dijo con una dulce sonrisa. Claro, ¿qué otra cosa podría gustarle de mí si no era lo que le recordaba a mi padre?
Seguí llorando desconsoladamente consciente de que solo era un reflejo de lo que fuera su marido en su juventud. Tan solo me faltaba el cabello para haber sido como él.  Mi padre parecía uno de esos antiguos aristócratas británicos envueltos en una impenetrable coraza de hielo. Su cabello era avellana, sus ojos como la miel. Y yo era su sombra, una burda copia.

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Para variar, y como ocurría todos los días que no dormía con él, no pude pegar ojo. Sentí toda la noche el contacto de su piel helada que me paralizaba el cuerpo.
Por la mañana me aseguré de salir lo suficientemente temprano como para no encontrarme con nadie, ni siquiera en el instituto. Me tomé por lo menos tres cafés cargados para mantenerme despierto.

Justo antes de sentarme en mi pupitre, una larga melena negra (marrón-negra como  me obliga a decir ella) se acercó a mí con una energía inusual.
—Hola Nath—perfecto, se me acababa de quedar el diminutivo. Maldito pelirrojo. Nacu siempre era de esas personas que intentaba llamar por el nombre, pero si algún día te llamaba por un mote, ya no había vuelta atrás. Era oficial.
—Buenos días, Nacu. ¿Te puedo ayudar en algo? —pregunté sin ánimo alguno. Ella parpadeó un par de veces y se le borró la sonrisa de la cara. Que miedo daba la cabrona cuando hacía eso.
—Nath, que estamos en la clase, no en la sala de delegados. ¡Despierta! —y dándome una “palmadita” en la frente que casi me tira (vale, no me había dado fuerte, pero no tenía el cuerpo para nada similar) de no ser por el albino de ojos bicolores que me agarró antes de caerme—. Gracias… Lysandro.
El albino me dedicó una afable sonrisa y me levantó con una facilidad casi insultante. Por supuesto, Nacu se estaba descojonando junto a Sunset, que había llegado en el momento justo para reírse de mí. Ya era una costumbre.

Ignorándolas, o al menos intentándolo, me dirigí  a mi asiento y saqué los libros. Ahora tocaba clases con el profesor Farrés, no es que no me gustase, solo que historia no era la mejor asignatura para tener un lunes a primera hora y menos, si iba seguido de filosofía.
Nada más empezar llegó Castiel con el pelo todo desordenado y la ropa toda arrugada, aún tenía las marcas de las sábanas en la cara. Pasando por completo del hecho de que la clase ya había empezado, entró en clase. He de mencionar que su pupitre estaba por una endemoniada casualidad justo al lado del mío. Eso significaba que lo tenía observándome durante seis horas seguidas diariamente. Además descaradamente, que era lo mejor.

Cuando llegamos a la revolución Napoleónica otra vez (no sé cuantas veces íbamos a dar lo mismo), algo pasó a milímetros de mi cara distrayéndome por completo. Era una diminuta bolita de papel procedente de mi derecha que, por supuesto, iba llena de babas.
Castiel había decidido volver a la primaria y jugar con una cerbatana hecha con el único bolígrafo que tenía—que puede que ni fuera suyo.
Intenté evitar cuantas pude, pero la mayoría acababan en mi cara, pegándose a ella como si fuesen babosas. ¡Joder, que asco! Y no paraba,  él seguía, como si nada.
Me cansé, así que si quería jugar, íbamos a jugar. Desmenucé mi bolígrafo torpemente y me dispuse a devolver el ataque. Me tragué la bolita, llegando al borde del ahogamiento. Empecé a toser roncamente, se me había ido por mal camino.

Preocupado por mi repentino ataque de tos, el profesor Farrés se acercó a mí para preguntarme como estaba. Claro que decir "bien" cuando uno se está medio atragantando no da mucha confianza, así que como gesto de buena voluntad me dijo que me fuese a beber algo y a que me diese un poco el aire. ¡Ah! Pero no todo podía ser perfecto, no. El pelirrojo, tremendamente "preocupado" se ofreció a acompañarme alegando que me podía pasar algo y que así de camino aprovechaba para ir él al baño.
Antes de abandonar la clase hacia mi perdición, dediqué una última mirada a mis compañeros. Nacu y Sunset habían seguido nuestro ejemplo y se habían puesto a lanzar bolitas al pelo de mi hermana sin que ésta se diera cuenta. Lysandre, como otro cincuenta por ciento de la clase, estaba medio dormido, con la única diferencia de que tenía los ojos abiertos. Me sentí fatal cuando descubrí que todas las bolitas que había esquivado habían acabado sobre él, solo que aún no lo sabía.

Otras compañeras como Iris, Kim o Violeta habían caído por completo en el séptimo sueño,  mientras que Melody me observaba confusa desde su asiento.

~

Y hablando de situaciones incómodas; ahí estaba yo. Sentado en la sala de delegados con un vaso de agua entre mis manos y con Castiel apoyado en la mesa sin apartar sus ojos de mí,

—Ya puedes volver a clase—le dije, pero a sabiendas de que era una completa gilipollez y que, por supuesto, no me iba a hacer caso. Él arqueó una ceja y negó con la cabeza mientras se mordía el labio para contener la risa.
—Para lo que queda ya, nos quedamos aquí—me sorprendió bastante ese uso del plural que había hecho. La situación no estaba muy a mi favor. Imaginaros, los dos solos, en la sala de delegados, donde casi nadie entra y además, estando todo el mundo en clase.
—Haz lo que quieras, yo me vuelvo a clases—tiré el vaso a una pequeña papelerita metálica de rejillas que estaba justo al lado del famoso armario de las avalanchas y me dispuse a abrir la puerta. Ni siquiera le miré, de hecho, le había evitado todo el camino, y quizás por eso acabé contra la pared y con sus manos reteniendo las mías sin dejarlas escapar. En cierto modo no lo había buscado, estaba pagando con él toda la frustración que tenía retenida. Parecía como si hubiésemos vuelto al pasado, cuando no sentíamos nada el uno por el otro. Siempre me había preguntado en qué momento aquella retorcida cabeza teñida se había empezado a fijar en mí de "otro modo", y lo más importante, qué era lo que le gustaba.

—¿Qué coño te pasa? —me preguntó irritado, pero pese a su enfado, no estaba intentando hacerme daño. Me sujetaba con fuerza pero con cuidado de no excederse.
—No lo sé—dije con la mirada clavada en el suelo. De mi cuello colgaba ese vasto anillo que me había regalado por San Valentín. Su brillo atacaba mis ojos castigándome por haberlo mantenido oculto bajo mi camisa todo el día. Y por algún extraño motivo, o algún error en mi cabeza, empecé a reírme.
—¿Y ahora qué ocurre? Nath, ¿qué le has echado al café? —preguntó con sarcasmo mientras liberaba mis manos.
—Es solo que... joder, todo esto es tan surrealista—sacudí la cabeza riéndome inconscientemente.
—Cuatro meses, bueno, más incluso. ¿Y aún no has asimilado las cosas? ¿Tanto te molesta estar conmigo? —preguntó alzando una ceja.
—¡No! —grité de repente, dejándole perplejo. Hasta yo me sorprendí de lo rápido que había contestado.

Creo que por unos instantes su rostro se puso incluso más rojo que el mío. Parecía un tomate. Era raro verlo avergonzado por algo, una pena, la verdad, porque estaba horrorosamente mono.
Entonces me di cuenta de que era el momento de cambiar. Castiel siempre me repetía "si quieres hacer algo, simplemente, hazlo". Tal era mi miedo a las posibles consecuencias de mis actos que jamás hacía nada de lo que me gustaba. Había eliminado mis impulsos, y a decir verdad, una vida así no es soportable.
Yo no había sido siempre así. Hubo un tiempo en que hacía todo lo que quería, todo lo que deseaba y sin siquiera pensarlo. No es que quisiera volver a ser de ese modo, pero un término medio... No estaría del todo mal, ¿no?

Lo primero era lo primero.

Mi pelirrojo estaba distraído cuando le arrinconé, YO—sí, sorprendentemente, esta vez fue un servidor—contra la pared y lo besé apasionadamente. Dejé caer mi cuerpo por completo sobre el suyo. Mi corazón latía frenéticamente, era esa sensación que se tiene cuando haces algo obedeciendo a un impulso, algo que, ¡Dios! ¡Sentaba de maravilla! Pero Castiel no es alguien a quien le guste estar  acorralado, de hecho, siempre quiere ser el que "domina", o creérselo al menos. Me agarró por la cintura y giró hasta situarse sobre mí, dejando mi espalda contra la puerta. Continuamos aquello. Estando en la escuela era una locura, lo sabía y aún así solo pude agarrarme a su cuello para no dejarle marchar.
Estábamos más alterados de lo normal. Aquella situación era, ¿cómo decirlo? ¿Excitante?
Cada gesto, cada acto que realizábamos estaba cargado de una lascivia incontrolable. Nuestras extremidades se entrelazaban ansiosamente, el sudor ahogaba nuestra piel, el calor se extendía por nuestros cuerpos... La ropa nos sobraba, nos sobraba todo. Solo consumidos por el "nosotros", sin ningún complemento más.

No podía pensar en nada. Los sentidos habían tomado el control de mi ser.

Mis dedos divagaron bajo su camiseta, provocándole poco a poco. Bajé hasta sus pantalones y, quitando el botón, me introduje en ellos. Un ligero temblor recorrió mi mano. Aquello era, en muchos aspectos, imposible para mí.
Ante mi pausa, el pelirrojo entrelazó sus dedos entre los míos y en un acto de descaro, los presionaron contra su entrepierna. Un fugaz espasmo se apoderó de mi cuerpo al sentir su duro miembro en mi mano, pero aún peor fue para él. Su respiración se había acelerado, notaba sus roncos jadeos en mi oído, eran ansiosos y desesperados.

—No te detengas, ibas muy bien—su voz penetraba en mi mente como si fuese una orden. Se apoderaba de mí con una habilidad inhumana y sumamente peligrosa.
Me fijé en sus ojos, en sus centelleantes y feroces ojos, los cuales parecían los de un majestuoso lobo en mitad de la noche. Por eso y más, mis dedos seguían temblando ligeramente bajo sus pantalones. Mi tranquilidad no hacía más que desesperarle, pero yo no pensaba ir más rápido. Cada centímetro que avanzaba por su ropa interior me llenaba de arrepentimiento, haciéndome detenerme para, dos segundos más tarde, continuar.

Estaba tan duro que apenas me lo podía creer, ni siquiera sintiendo su miembro en mi mano. Cuando lo acaricié suavemente, enloqueciéndole, cuando mis dedos se impregnaron poco a poco de su creciente humedad.
Castiel se separó un poco de mí, lo suficiente para dejar un mínimo espacio pera que no dejase de tocarle. Mientras yo estaba ocupado tratando de no perder el juicio, él se las apañó para abrir mi camisa por completo y deshacerse de mi cinturón.

Por desgracia, lo malo que tenían los pantalones que por dichosa casualidad llevaba ese día, era que en cuanto desabrochó el botón y bajó la cremallera, estos se escurrieron por mis piernas hasta tocar el suelo, aterrizando sobre mis pies. Eran todo lo contrario a los suyos que, al ser de cuero, se pegaban a su cuerpo destacando cada detalle de su anatomía.
Aquella situación se volvía cada vez más sofocante, podía escuchar los jadeos roncos de mi pelirrojo que ataban mi cuerpo a una especie de dimensión donde solo se encontraba él.

Sus dedos tanteaban sobre mi ropa interior sin llegar a nada. La tela se estiraba por la presión de mi rígido miembro, que palpitaba por sus sugerentes caricias.
Apenas podía soportarlo, no veía lo que hacía, estaba perdido en mi propia excitación mientras mis manos vagaban solas, hasta que, cuando la pierna derecha de mi pelirrojo se adelantó entre las mías, suave pero decisiva, presionando mis partes.
Me revolví sumido en la más profunda agonía, su tacto parecía quemar mi piel, mi sangre ardía en mi interior. Contoneé mis caderas grácilmente contra su pierna mientras él, con una sensual y atrevida sonrisa observaba todos y cada uno de mis desenfrenados impulsos. Me estaba poniendo a prueba, quería saber hasta dónde podía llegar y yo no podía resistirme. Era mi castigo por empezar el juego.

Derrotado, dejé mi espalda apoyada contra la pared, ahora en una postura más relajada, y con la única mano que me quedaba libre, empecé a tocarme.
No sé en qué jodido momento se me ocurrió hacer aquello, era algo tan bochornoso. Aún le tenía pegado a mí, seguía sintiendo su piel contra la mía. Mi mano se introdujo lentamente en mi ropa interior, haciéndola bajar ligeramente.
Mi erguido y húmedo miembro quedó expuesto entre nosotros. Mis dedos se deslizaron sobre él, dudosos de tocarlo o no, como si se tratase de una frágil pieza de joyería, como si no fuese del mismo cuerpo.

Pero mi erección palpitaba cada vez más ansiosa, ya había esperado suficiente. Lo tomé decididamente con mi mano y empecé a agitarlo a golpe de muñeca. Torpemente me deslizaba de arriba a abajo, incapaz de centrarme plenamente en ello.
Aún tenía el miembro de mi novio en la otra mano. Me movía con un compás quebrado y sin concordancia, intenso y efusivo, pero sin armonía.
Castiel cerró los ojos dejando escapar numerosos gemidos acalorados. Su rostro enrojecido por la excitación me hacía querer devorarlo aún más. Con mis labios besé dulcemente su barbilla, subiendo poco a poco hasta reclamar su boca. Podía sentir su aliento en mi garganta, su esencia volvía a estar dentro de mí. Todo era perfecto, el mundo se había resumido a nosotros. O al menos, eso era lo que creíamos.

—Nathaniel, ¿estás ahí? Quería saber cómo estabas—la voz de Melody resultó ser una gran avalancha de nieve que derrumbó mi libido. El abrasante calor que nos embargaba fue reemplazado por un gélido vacío en el pecho, acompañado del más intenso horror.

Mi mundo iba a acabarse, pero para siempre.
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